-¡Vas a ganar la "cebá"!
Y lo decía con su peculiar habla andaluza.
Y yo se lo oía decir, pero no le hacía mucho caso.
Mientras tanto, seguía saltando por las albarradas de mi calle, tan pendiente y tan desempedrada.
Por entonces no había elecciones municipales, ni de las otras.
Entendí bien aquella frase el día que asomé, por la puerta siempre abierta de la casa de mi infancia, llorando, con las rodillas raspadas y los dientes ensangrentados.
Estaba mi padre allí cuando llegué. Se levantó y, encima, me sacudió dos guantazos.
Aquel día aprendí dos cosas de golpe:
- Lo que era ganar -la cebada. Y lo que duele perder -dos dientes.
Pero, la verdad, no noté la diferencia.
Años más tarde quise saber por qué se decía aquello de "ganar la cebada".
Esta era la versión de mi abuelo:
A los burros-decía- cuando los mataban a trabajar y caían despatarrados en mitad del camino, el arriero, en su deseperación, solía gritarles:
-Ya te has ganado la cebada. Pero con su habla andaluza, desgraciadamente vulgar, de sempiterno analfabeto.
Y, una de dos, o le daba de palos hasta que se levantaba, o se apiadaba de él y, por la noche, ya en la cuadra, le echaba unos puñados de aquel preciado cereal para que se repusiera.
Recuerdo, volviendo de nuevo a mi historia, que me palpé el cogote, todavía dolorido, y me dije:
_Si hubiera acudido a mi madre..., pero estaba mi padre.
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