jueves, 10 de julio de 2008

El ditero

Oigo en la radio que cantan el himno de España unos manifestantes muy jóvenes, y sin querer vuelven imágenes de mi infancia, no todas desagradables, de aquellos años.
Entonces, la vida en el pueblo estaba como adormecida. Las casas estaban casi vacías, apenas cuatro sillas y una mesa; y, como se comía no mucho de pocas cosas, más que nada, se soñaba.


En casa, pues, vivíamos con lo justo. Si mi madre juntaba algún ahorrillo, un tipo sonriente aparecía con un paquete bajo el brazo. Una vez, por Navidad, era una caja surtida de mantecados. Otra, una plancha eléctrica. Por fin, otro día, se encendió el primer transistor a pilas y el hogar se fue llenando algo, aunque sólo fuera de voces fantasmas.

Le llamábamos “el ditero” y era habitual en las tardes de radionovela, merienda de cuenco de pan con aceite y chocolate rancio, que apareciera a cobrar una pequeña parte de lo que se le debía. Llevaba bajo el brazo una caja verde oscura de la que sacaba unos recibos amarillentos de una bandeja inferior; en ellos anotaba el pequeño aporte familiar, y lo mismo hacía en la copia que guardaba mi madre. Los pagos se eternizaban y, cada poco tiempo, me hacían sumarlos para saber si quedaba mucho. Cuando se liquidaba una cuenta, ya se podía pensar en abrir otra.
Nunca noté que perdiera la sonrisa ante la imposibilidad de un pago y no creo que se cobrara intereses, pero para todos era que tenía dinero.

“El ditero” no perdió la sonrisa cuando murió su mujer, ni cuando le sonaron los cencerros al casarse con una viuda. Tampoco dejó de sonreír pocos días después, dormido en el ataúd. La gente del pueblo lo sintió mucho y acudieron a su entierro niños, mayores y viejos. Sólo faltaron ramos de flores, pero quién los podría comprar y quién les anotaría entonces la dita.

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